sexta-feira, maio 11, 2007

LA VIDA Y MUERTE DE MARCELINO ITURRIAGA

El 22 de noviembre de 1957 fue un día muy nublado. Las nubes, formando una masa inerte, compacta e inexpugnable, cubrían el horizonte, y la tormenta amenazaba constantemente con desencadenarse.

Aquel día tenía un especial significado para mí. Hacía un ano exactamente que había abandonado a los míos para no volver jamás. Era el primer aniversario de mi muerte. Por la mañana había venido Esperancita, mi mujer, y me había traído un ramo de flores, que había colocado con mucho cuidado encima. No me gustaba que hiciera esto, ya que las flores me estorbaban y no podía ver bien, pero el día 22 de cada mes venía a renovármelos, trayendo consigo, una vez sí y otra no, a los chicos. Aquel mes les tocaba haber venido, pero supongo que Esperancita, por ser el primer aniversario, habría preferido venir sola. Por esta misma razón el ramo de claveles era más abundante que de costumbre, y me dificultaba la visión más que nunca. Aun así, pude observar bien a Esperancita. Estaba un poco más gorda que el mes pasado e indudablemente ya no era aquella chica ágil, esbelta y graciosa que tanto me había gustado antaño. Se movia con cierta pesadez y dificultad, y el luto, que todavía guardaba, le sentaba muy mal. Así vestida me recordaba a mi suegra enormemente, porque además el pelo de Esperancita ya no tenía aquel color negro puro, sino que empezaba a blanquearle sobre la frente y en las sienes. En aquel momento recordé cómo era la última vez que la vi con los ojos abiertos, y al hacerlo se me presentó claramente la escena que había ocurrido hacía un año en mi piso de Barquillo y, al mismo tiempo, toda mi vida.

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